El reloj de la mesilla marca las cuatro de la mañana cuando
me llaman a desayunar. Salto de la cama, desde la ventana de la habitación no
se ve un alma por la calle. Una vez listo bajo con todo el equipo, unos pocos
desayunamos a esa temprana hora en el acogedor salón del hotel.
Caminamos a paso ligero por las desiertas y silenciosas aceras
cusqueñas. Debemos estar en la Estación de tren a las cinco. Recién va a
amanecer, jeje, casi ni han puesto aún las calles.
Allí llegamos Manuel, Rogelio y yo, para encontrarnos con quienes
serán a partir de ahora, nuestros ilustres compañeros de expedición.